Mi familia silenciosa... por M. Yolanda Tejero

11.11.2016 08:48
A veces es extraño que las cosas estén tan calladas, pasan  tiempo escuchando  y viendo pasar  toda una vida ajena.    Son testigos  mudos de   las malas y las buenas noticias, del ruido suave de las lágrimas cuándo  resbalan y caen,  de los gritos que se escapan del amor y los chillidos que se encierran en el odio.
Aquí en el dormitorio, solo estamos los objetos que nos hemos  ganado a pulso  nuestro  lugar en el mundo
Somos  los guardianes de sueños,  habitamos  entre   vestidos,  somos  joyas y muchos abalorios que a ella  le gustan más  que los diamantes, alguno se esconde   entre su hipoteca  y  su testamento. La caja de madera con dibujos picassianos oculta  sus cartas de amor,  sus ahorros en una vieja lata, y algunos   humildes calcetines  con pelotillas ocultando   algún  regalo anónimo.  Ninguno está instalado ahí por azar.
En la cómoda están los  viejos consejeros;   un buda,  la virgen de Aparecida,   iconos ortodoxos, velas rosas  y  las “matrioskas”  en formación,   los que componen  este  altar  constituyen  esa vida  que los demás desconocen y que ella les confía celosamente,  son los dueños de confidencias sin palabras,   leen su pensamiento.
En la cabecera velamos su sueño de cansancio o descanso. Los elegidos son los que vinieron de los lugares en los que fue feliz.  No podría asegurar si aún soy su preferido, pero aún conservo mi sitio privilegiado.
Estoy enmarcado en un cuadro tal vez un  poco grande para mis pequeñas dimensiones, supongo que quiso albergarme en un lugar preferente  para custodiar todo lo que dentro de mí está.  Antes  el marco fue dorado, con el último cambio de decoración la madera tiene tintes plateados, para entonar con los marcos de los  carboncillos  tailandeses,  de las multitudes de India  en elefante  y  la luna negra de Oaxaca.
Me presento,  como   una acuarela aunque en realidad soy un pastel  de colores tenues que reproduce  la catedral de San Basilio dibujada  en un papel burdo que aún se conserva  pegado al falso” passe-partout”  de la pintura.  Me dibujó un atrevido pintor que estando prohibido vender, se empeñaba en exponer  a los turistas en la plaza  sus grabados, acuarelas o pasteles.
Soy un recuerdo de la vieja URRS. Un regalo de alguien  que conoció  en el vuelo a Moscú, vía Budapest que el destino o alguna azafata con buen ojo les colocó en el asiento de al lado  y que desde el despegue no pararon de hablar, ni se separaron para descubrir  la fría ciudad.
 Si te fijas bien en mí, más allá del dibujo… verás la llegada  a  Moscú a las tres de la tarde  y  noche  cerrada. La Catedral iluminada, y los colores excesivos de sus cúpulas  brillando   y  en el cielo negro deslumbrando  unas estrellas rojas en los extremos de algunos de los  edificios  del Kremlin.
 Mira  fijamente a través de mi cristal y ahí  por la  calzada reluciente  verás la gente que  pasea, y estoy seguro que aun se  guardan reflejos en el suelo,                     porque siguen fijos en su retina , los negros, los rojos, y ese destello de azules que salen de unos ojos curiosos y una voz grave que no para de decirle que la Plaza Roja en ruso significa la Plaza Bonita  y que todos los brillos que salen del suelo y del cielo, les esperaban para darles la  bienvenida  y escucharás al muchacho que   no para de contar historias de Dostoievski,  de Tolstoi y de todo lo que le apasiona de esta ciudad.
Algunas noches  antes de acostarse  me mira   y  muy despacio pasea  sus dedos por el  contorno de  mi cristal  y entonces la esencia  lejana de felicidad que aún  guardo en mi dibujo  brilla  de nuevo con fuerza  y  ella siente  un temblor  que  remueve  todas sus  fibras  dormidas. 
En ese mismo instante    y  a muchos kilómetros de esta habitación,  el hombre del que no sabe hace mucho tiempo,  siente un cosquilleo que se   pasea  por sus  vertebras y  recuerda  las punzadas de la felicidad.