El emigrante... por M. Yolanda Tejero

02.12.2015 19:56
 
Ernesto salió  huyendo de allí, enloquecido por los gritos de sus compañeros de camarote. Tres muchachos, pobres como ratas compartiendo aquel habitáculo oscuro, impregnado de ese olor acre a miseria, con ese ojo redondo y enorme como el de un Cíclope vigilando sin descanso.

 

Tambaleándose, salió a cubierta.  Se dio de bruces con la noche teñida de negro. El cielo estaba plagado de nubes, la luna y las estrellas habían desaparecido.

 

El suelo brillante, resbaladizo de humedad y mugre, le obligaba a clavar sus viejos zapatos en él. Caminaba agarrándose fuertemente a la barandilla para no caer.

 

De golpe le invadió un tremendo cansancio, miró a su alrededor, encontró una vieja hamaca y se dejó  caer sin más.

 

Ernesto, se había prometido no volver la vista atrás... Pero en el cielo negro, como si de un telón de fondo, se tratase, comenzaron a desfilar imágenes,  recuerdos, viejos retales de tiempo… Una mezcla de extrañas   sensaciones.

 

Una enorme puerta se abrió y tras ella, como un abismo estaba ese mar trágico, azul intenso, el agua ahogando sus sentimientos.  El Atlántico engullía y poseía todos sus sueños. Allí encontró una casa de agua, con una habitación al lado de la cocina. El mar le sugirió que  esa despensa algún día estaría llena de nuevas sensaciones. Los estantes se llenarían de esperanza, trabajo… Guardarían amor y alegría, tampoco faltarían pasión y dolor.

 

Recorrió la casa, buscando a su madre. La encontró de espaldas, en la cocina, calentando las sobras de la noche anterior, llorando quedamente.  El pequeño de sus hermanos, agarrado a su delantal.

 

El ruido de llaves en la cerradura de agua, anunciando la llegada del padre cansado después de 14 horas en el tajo.

 

Su hermana con la mirada perdida, lloraba sin consuelo en su habitación de agua, ya no tenía, telas ni hilos para bordar su ajuar.

 

Su abuela se mecía despacio mirando su jardín de agua profunda y gris.

 

Ernesto, sintió un frio punzante atravesando sin piedad su esperanza. Sus ojos descubrieron los reflejos de luces débiles en la lejanía. Sintió con estupor que el barco no se había movido.  Solo quiso huir. Comenzó a caminar trastabillando con sus propios pies, dio  una vuelta completa a la cubierta… El barco seguía  anclado a puerto,  las luces tenues de las casas parpadeaban y a él le parecieron tristes y desamparadas.

 

Desde ese preciso instante supo que no volvería nunca a su ciudad.