La calculadora... por Antonio Cabrero Díaz

14.03.2014 00:00

 

Hola amiguitas y amiguitos de PB AGUJÚO, aquí estamos otra vez. Parece ser que mi última aparición en esta sección ha sido del agrado de muchos de nuestros lectores. No es necesario que los directamente aludidos, o los que inspiran mis escritos me den las gracias. Yo soy el agradecido de poder contar historias inspirado en la buena gente.

Por otra parte me veo en la obligación de volver a recalcar que me hago responsable de todo lo que se publica en este blog. Esto quiere decir que apoyo totalmente las decisiones que toma y los escritos que firma Alberto.

Esta aclaración viene a cuento por las turbulencias provocadas por algún despistado que es concejal en el ayuntamiento de Pedro Bernardo. Si nuestros representantes políticos pusieran el entusiasmo, el trabajo y el cariño que le echa Alberto a esta página otro gallo, seguro, nos cantaría.

No hay duda de la labor desinteresada del aludido anteriormente. Cualquier otro pueblo de nuestra geografía no dejaría de dar las gracias a nuestro protagonista por publicitar tan bien a su municipio.

El auténtico artífice de PB agujúo se llama Alberto Bardera Díaz, y es al que hay que felicitar. Yo le estoy enormemente agradecido de que haya creado este canal de comunicación para mi deleite propio y para el de mucha gente.

Dicho esto debo recordarles que NO HAY QUE BEBER UN SOLO PRODUCTO DE LA MARCA COCA COLA hasta que no aseguren que no habrá ningún despido. Este es un ejemplo más de que los que gobiernan lo hacen para los más ricos, y a nosotros nos dejan el triste papel secundario de aumentar su riqueza con nuestro dinero mediante un escandaloso método, la recaudación de impuestos.

Sin más, soñando que el miedo deje paso a la esperanza, y esperando que les guste, y que les disguste, les dejo con:

 

LA CALCULADORA

 

Llevaba toda la noche sin dormir. No deseaba que amaneciera. En la cama dando vueltas no entendía como podían haber llegado a esa situación. No era justo siento tan joven tener que sufrir esa humillación.

El consuelo le venía a modo de imágenes. Otros estaban peor. Las sombras negras de los subsaharianos en el agua se le aparecían en la oscuridad de la habitación. Eso si que era pasarlo mal, bueno mal, era perder la propia vida.

En la desesperación del insomnio intentó contar ovejas. Empezaba con una cadencia lenta, a saltos de valla, en las cuales el animal avanzaba lentamente. Cuando una de ellas iniciaba el despegue, y a él se le cerraban los ojos, un temblor recorría todo su cuerpo haciéndole ver la cara más terrible del miedo.

Las ovejitas se convertían en feroces antidisturbios que con sus escopetas iban detrás de él. Le tiraban bolas de goma que le daban sin hacerle daño. Intentaba correr pero las piernas no avanzaban provocando que se le aproximaran sus captores. Al final se despertaba de nuevo, sobresaltado, pero aliviado al comprobar que solo había tenido un mal sueño.

Las horas pasaban tan lentas como cuando esperamos a que los anuncios dejen paso al comienzo de nuestra serie favorita. El tiempo se iba colocando sobre él. Lo iba atrapando poco a poca hasta llevarle a un desenlace fatal.

Sonó el despertador mucho después de que se despertara. Entró su madre con su hermana pequeña. Su padre estaba fumando en la terraza. Estaban preparados para la última batalla.

Llamaron al portero, se hizo un silencio estremecedor. La respuesta metálica retumbó en toda la casa calmando a una desespera da familia. Era la representante de la plataforma que venía con unos cuantos miembros para ayudarles a parar el desahucio.

Entraron, les explicaron lo que tenían que hacer, sobretodo nada de violencia, de eso se encargaría la policía. Salieron todos al balcón a esperar a que vinieran las autoridades a realizar su sucio trabajo.

Los vecinos se arremolinaban en la calle junto a más simpatizantes antidesalojos. Todos juntos coreaban consignas en contra de los bancos, el gobierno, y la estafa inmobiliaria.

Entre todo este tumulto el adolescente atisbó a ver a dos personas especiales, eran profesores de su colegio. La emoción le recorrió todo el cuerpo sacando de una patada solidaria el pavor que le tenía atenazado. Como le había prometido Pablo, su profe de matemáticas, ahí estaban. No lo podía creer, todavía había personas que por encima de títulos y clases creían en ayudar a seres humanos a solucionar sus problemas.

Antes de saludarles una mancha azul se extendió hasta el portal. Eran los antidisturbios, esbirros del poder pagados con el dinero de todos, entrenados para defender a los más ricos, iban acompañados de representantes municipales y judiciales.

La cadena humana no les dejaba pasar. Era mucho lo que estaba en juego, la justicia social. Las porras empezaron a volar en el aire rompiendo el frágil escudo, formado por personas con más ilusión que defensa. Los monos hicieron un pasillo para que el secretario judicial hiciese oficial el desalojo facilitando la orden a los que, desde ese mismo instante, serían expropietarios.

Su padre abrió la puerta y les entregó su corazón en una firma. El resto de la familia recogió lo poco que tenían y sin ninguna resistencia abandonaron el inmueble. Una vez más, como si la vida fuera un enorme casino, la banca había ganado, y los jugadores forzosos habían perdido lo poco que tenían.

En la calle les esperaban familiares y amigos, los únicos ciudadanos que les podían echar una mano. Los profesores fueron a animar al muchacho. Le dijeron que no se preocupara que todo se iba a solucionar. Bonitas palabras que duran un instante y con el tiempo dejan paso a la triste realidad.

Antes de marcharse a casa de sus abuelos miró a su alrededor. Un barrio humilde, un piso modesto, y unas leyes injustas les habían robado todo. No podía rendirse, tenía la obligación de seguir luchando, y que mejor manera de hacerlo que continuar con sus estudios.

Era el momento de tomárselo en serio, de mejorar sus notas, y de poder optar a una formación que le sirviera de defensa para evitar atropellos e injusticias como la que acababa de ocurrir.

Al día siguiente tenía examen de matemáticas y la rabia que había acumulado era ahí donde la iba a soltar. De repente se acordó de algo muy importante. No era un palo, ni una piedra, era su calculadora. Sin ella no podría conseguir lo que se había propuesto. A veces le había fallado, se había negado ayudarle por haberla tratado mal, pero ahora sus teclas le ofrecían un trato cariñoso y amable.

Con todo el jaleo del desahucio se le había olvidado en su escritorio. Se giró, salió corriendo, pasó por debajo del cordón policial, subió corriendo las escaleras, quitó el precinto de la puesta, entró y la cogió. Antes de que el robocop de turno le llamase la atención los números del aparato empezaron a salir del interior formando palabras. Era un mensaje, una consigna, irreprimible y esperanzadora, que mas o menos decía así, “podréis quitarnos nuestras casas, nuestras vidas, pero nunca nos podréis quitar LA LIBERTAD”