La piscina... por Antonio Cabrero Díaz

15.07.2016 08:50

Hola amiguitos y amiguitas de PB Agujúo.

Aquí estamos otra vez defendiendo a las personas que se lo merecen por encima de las ideas. De un tiempo a esta parte cada vez que voy a Pedro Bernardo, Ávila, siempre hay alguien que me lanza alguna acusación respecto a la falta de moral de la familia Bardera, de la cual soy amigo desde que era un niño.

El hecho de que Rosana, la pequeña de la saga, sea concejal por el PP del ayuntamiento, conlleva que sea criticada ella y su familia por posibles adjudicaciones de trabajos a dedo, a miembros de la misma, desde el novio hasta el hermano.

Es un alivio que Alberto este trabajando en Madrid, sino sería “sospechoso” de haber conseguido su puesto de trabajo por mediación de su hermana. El máximo responsable de que PB Agujúo funcione está libre de posibles delitos de malversación, y de lo único que se le puede acusar es de ser su hermano.

No voy a dar detalles aquí de los últimos rumores de favoritismos que han sido colgados en la red sobre los Barderas. Tampoco voy a dar explicaciones del por qué no voy a tratar este tema, aunque se me acuse de no hacerlo por estar mi amigo Juanchu en la ola de los bulos o noticias.

Lo único que voy a escribir es que conozco a Alberto, Juanchu y Rosana desde pequeños. Cuando ha ocurrido algo que he creído que han hecho mal alguno de ellos se lo he dicho a la cara y al momento, y es lo que voy a continuar haciendo.

No pongo la mano en el fuego por nadie (ni por mí), pero considero que esta familia, desde el padre al último hijo, tiene una característica y es la HONRADEZ. Y añado que si todos los que han gobernado y gobiernan manejaran el dinero como lo hacen ellos, nunca cogiendo lo que no es suyo, otro gallo cantaría a este desdibujado pueblo.

Sin más, esperando que les guste y les disguste lo escrito, les dejo con:

 

LA PISCINA

 

Desde la ventana oigo las palabras que salen de televisor de los vecinos. Logro descifrar a la protagonista de todas ellas, “pacto”. Unos y otros, representantes del pueblo, están reuniéndose para ponerse de acuerdo para mantener la situación como estaba, y que parezca que ha cambiado, en un país donde impera la democracia.

Lo único que sube con fuerza del nivel de la calle es la basura. El gris es el color que lo invade todo. Si hay otro tipo de colores no es por adorno y sí por la mala educación que lleva a la gente a tirar las cosas al suelo.

Esta es la principal sensación que me queda cuando mi mente se relaja con el traqueteo del convoy del metro. Voy de una punta a otra de una gran ciudad para poder nadar. A cualquiera que se lo digas no se lo cree. Tanto esfuerzo para nada.

Cada vez me cuesta más rodearme de la gente. El transporte público es un ahorro para nosotros y para el planeta, pero saca a relucir los más bajos instintos del ser humano. Solo atisbo tontos por todos los lados. Soy uno de ellos pero aún no me doy cuenta.

El hecho de no tener móvil a veces me  hace sentir que no soy tan listo como pensaba. Estoy rodeado de pantallas táctiles, y aislado de los buenos pensamientos. La razón se esconde debajo de la suela de los zapatos porque la radiación del coltán amenaza con matar sus ideas.

Emerjo a la superficie. Estoy en otro barrio que es igual de pobre que el mío aunque los ciudadanos que sobreviven en él no lo notan. La suciedad es incluso mayor, y los colores están muy alejados de los que forman parte de los barrios que huelen distinto, como a riqueza, y estando tan cerca se muestran tan inasequibles y lejanos.

He llegado al polideportivo. Entro en el vestuario y no entiendo porqué hay gente tan rara. A ver si el raro soy yo y todavía no me he enterado. Me cambio rápidamente, y, aunque me he quitado los auriculares del MP3, intento no escuchar las conversaciones que agreden mi mente. Una mezcla de politiqueo rancio y de deporte como un hecho extraordinario y diferenciador lo convierto en la última canción que he escuchado de Dire Straits, “Go Home”.

Estoy al borde de la piscina como si lo estuviera de un precipicio con una interminable caída al vacío. Me sumerjo y noto como el agua refresca mis sentidos y, sobretodo, mis ideas. Comienzo a nadar de una pared a otra, separadas por 25 metros, sin interrupción y con ritmo suave.

Me siento bien. Los músculos se relajan a pesar del esfuerzo. Mis terminaciones nerviosas están llenas de endorfinas. El calor se ha esfumado de mi cuerpo, y el azul marino me hace pensar que soy un pez dentro de un acuario. Un instante de pánico corrobora la anterior sensación, y me confirma que nuestro mundo no deja de ser una pecera, muy grande pero muy pequeña a la vez.