La silla... por Antonio Cabrero Díaz

19.12.2014 11:32

Hola amiguitos y amiguitas de PB Agujúo, aquí estamos otra vez.


"La ley mordaza", es decir, la ley de seguridad ciudadana ha sido aprobada por mayoría absoluta (la del PP) en el congreso de los diputados con toda la oposición en contra. Este partido luego critica a aquellos que les acusan de falta de democracia.

El Partido Popular y sus políticas antipersona son los auténticos antisistema demostrando que no creen en una democracia donde el pueblo tenga el poder y la riqueza sea repartida de forma equitativa.

No se preocupen que al final tendrán su recompensa, y serán los más votados en las próximas elecciones, municipales, autonómicas y nacionales. La culpa luego, una vez estén de nuevo en el poder, será de ellos a criterio de los ciudadanos que les han dado su voto. Esto demuestra que los responsables de la mala gestión de nuestros recursos son los políticos, pero también aquellos que les alientan y sustentan concediéndoles mayorías absolutas.

Sin más, sin poder pasar de la política, pues queramos o no nos afecta, esperando que les guste, y que les disguste lo escrito, les dejo con:


LA SILLA


Me asomo a la terraza de mi casa. En el horizonte atisbo unos cuadraditos que se cuelan entre los edificios más altos. El azul del cielo me deslumbra y me hace bajar la mirada. Mis ojos se centran en la calle por donde pasan bultos de carne y hueso, y bultos dentro de máquinas de hierro.


Todo parece normal. Las hojas abandonan las copas de los árboles. Los pájaros no cantan porque les ha echado el frío. Las carreteras están siendo renovadas con asfalto tierno. Las aceras tapan sus huecos con baldosas electorales. Las personas caminan por inercia sin rumbo fijo.


Las imágenes se pierden en el infinito cuando llega la noche. Yo permanezco en la terraza. No se cuanto tiempo llevo ahí. Podrían ser años pero solo son unas horas, incluso minutos que se me hacen eternos. Algo nuevo altera el dibujo del cuadro de mi vida. Es un objeto de lo más común. Todo el mundo lo tiene. Todo el mundo que tiene casa.


Hay un banco sujetado por una acera. Debajo hay un falso techo que da cobijo a un colchón y unas mantas. Emergiendo dentro de este salón callejero destaca una silla. Solo es una. Eso indica que en esta vivienda al aire libre solo habita una persona.


Cada mañana paso por este portal sin número. Cada instante siento que algo va mal. Mi malestar dura segundos. Lo que tarde mi cerebro en procesar la injusticia y cambiarla por otra cosa más banal. Algo hay ahí que no es normal. Pero no puedo evitar fijarme en lo más valiosos de ese chalé sin puertas, la silla.


Los bancos me gustan más porque son más acogedores. Son largos y tienen brazos más fuertes. Son tablas que juntas forman cadenas de una posible amistad. Rechazan la soledad y la combaten. Por este motivo evolucionaron de madera a banco.


Una ciudad tan grande, con tanta gente, no da muestras de aislamiento. Unos barrios con miles de puertas y ventanas. Unas calles con miles de números y buzones. Una superficie con una silla en medio. 


Hay una persona sentada en ella. Hay un cuerpo con vida que parece una estatua. No sabemos si puede hablar. No tenemos ni idea de su vida, si tiene familia, o si esta sano o enfermo. Es una incógnita que de vez en cuando mueve los ojos. Esto confirma que algo dentro de él tiene vida. Parece que es humano.


Me paro delante del hombre de color que esta sentado. Me mira, se levanta, se mete en su cama vivac, y se tapa con las mantas. Yo permanezco quieto. No soy capaz de mover un dedo. Se me ha  paralizado todo el cuerpo y no es por el miedo.


Después de unos instantes de duda me acerco a la silla. La observo. La toco con mis manos y un escalofrío recorre mi espina dorsal. Por una vez le echo valor y me siento en ella. El calor, poco a poco, va penetrando en una superficie helada por el sufrimiento. Estoy preparado.


El hombre envuelto en las viejas mantas se gira y se me queda mirando. Permanecemos largo rato en silencio. Nuestra conversación sin palabras es satisfactoria. Un intercambio de miradas a veces es más productivo que muchas plataformas de comunicación.


Me levanto. Coloco su silla. Inicio mi marcha. Antes de seguir con mi rutina siento en sus pupilas una luz de agradecimiento. Es la primera vez en mucho tiempo que alguien ha descubierto que no es invisible. No recuerda la última ocasión que tuvo compañía. Retiene las lágrimas en sus ojos para no admitir que tal vez se equivocó.


Han pasado varios días. Hace tiempo que no paso por la vivienda sin techo, con vistas a cubos de basura y terrazas cerradas. Tengo que volver. Esta vez le hablaré. Compartiré mi intimidad con el desconocido. Intentaré ayudarle si es posible.


En el lugar no queda rastro del dormitorio. No esta el colchón. No hay mantas ni cartones. Ni ropa, ni bolsas. Solo queda la silla. Nadie la ha querido. Es como si fuera un objeto inútil. La recojo y la pongo a mi lado. El vacío se ha apoderado de ella. Tristemente pienso que igual le puede venir bien a alguien. Me siento en ella y deseo que su último dueño este disfrutando en esos momentos de algo caliente en un lugar cerrado. Un mal presentimiento me hace pensar que en el cementerio no hacen falta colchones y mucho menos sillas.