La última hija de la Princesa Éboli... por M. Yolanda Tejero

16.03.2016 09:11

 

Soy Ana de Silva y Mendoza, no soy la primera hija de mis padres, no,  yo soy la menor.  Mi madre repitió el nombre, no sé si por perpetuarse, por dos veces o por falta de tiempo y ánimo para pensar en otro. Nací antes de lo esperado y en tiempos oscuros.  Mi padre murió y mi madre casi enloqueció. De Madrid, volvió a Pastrana.  Se encerró en aquel convento que Teresa de Jesús, fundó en la Villa,  sin seguir la dura vida de las carmelitas, ignorando los preceptos de la Monja Priora.

La vida de mi poderosa familia sufrió muchos cambios, algunos  inesperados otros seguramente provocados por la conducta de mi madre, Ana de Mendoza, Princesa de Éboli. Su carácter fuerte, su  interés en los asuntos de tierras, condados y haciendas,  inusual por parte de una dama y sobretodo su cercanía al Rey  y sus amistades masculinas, provocaban injurias y afrentas en la rígida corte.

La conducta  de mi madre causaba,  admiración y miedo a los hombres, repudio y animosidad a las mujeres. Su extraña belleza, su personal  indumentaria, calzando altos chapines, luciendo  jubones de originales tejidos italianos. Sus joyas creadas para ella por los mejores orfebres. Las originales y delicadas golas, los verdugados más ricos adornaban su semblante.

El severo Rey Felipe II,  enterraba sus sentimientos hacia la princesa  y se moría de contradicciones para no demostrarle al mundo su debilidad ante una mujer única siempre presente en su vida, a través de sus consejeros, a través de su propia esposa, la Reina Isabel, amiga incondicional de mi madre.

El Rey con el paso de los años y las sucesiones de intrigas  fue trocando amor por odio y  entre  rumores, confabulaciones y  traiciones de consejeros, en los que mi madre siempre aparecía envuelta. Decidió el más terrible destino para la Princesa de Éboli, el destierro más penoso y austero y después el alejamiento de sus hijos mayores.

Con todos estos acontecimientos mi infancia fue extraña, los hijos pequeños de mi madre le acompañamos un año en su prisión de Pinto, pero el Rey nos separó de ella  y le quitó nuestra custodia.

La Princesa se quedó sola con la vieja Elvira en aquel sórdido y frio torreón de Pinto.  Su salud se debilitaba, la escudilla escasa  le llegaba fría de un cuartel cercano y se le entregaba al ama  por el  par de soldados que les vigilaban noche y día. El aire helado entraba a traición por las troneras y la salud de ambas empeoraba. Mi madre escribía cada semana cartas al Rey implorándole le librara de  aquel cruel  destierro.

Mis hermanos siguieron sus destinos,  o lo que nuestro linaje les preparaba. Rodrigo, ambicioso siguió  fiel los mandatos del Rey.

 Ana contenta con su poderoso marido, atenta a la construcción de su palacio en Huelva.

Ruy, hijo preferido de mi madre,  su protegido por excelencia,  marchó a Portugal y desapareció sin jamás tener noticias de él.

Fernando cambió su nombre por el de Pedro González de Mendoza, en honor al gran Cardenal y su rica indumentaria por el hábito franciscano. Se marchó al Monasterio de Salceda ejerciendo y alternando sus aficiones a la arquitectura y a los asuntos de la Iglesia.

Para mí, acordaron matrimonio con mi primo Iñigo López de Mendoza, sexto “Conde de Tendilla”. Solo tenía 15 años,  mi madre en su destierro entre calentura y calentura dio  su consentimiento. Yo no tuve  mucho más que decir,  mi destino incierto quedó en manos de un pariente de honrosa conducta y de una familia de grandes influencias en la Corte Madrileña.  Fui preparándome para mi futura vida de mujer casada.

En  esos días recibí aviso que  mi madre estaba muy enferma y el Rey le  dejaba regresar al Palacio de la Cerda. Abandonaba  su prisión por un encierro  más confortable.  Con la venia de Felipe II decidí cuidar de mi madre en lo que ya parecían sus últimos días. Me concedió tres criadas, un mozo de cuadras y una cocinera.  Me dispuse a viajar a Pastrana al viejo Caserón convertido en cárcel.

Entre dos soldados sacaron del viejo carruaje el cuerpo desangelado y escuálido de una mujer cubierta de rudas telas, a la que confundí con la vieja ama Elvira. Al ver en su rostro el parche negro reconocí a mi madre,  apenas hablaba, no sé si llegó a recordarme.  Mi propósito era  lograr que se alimentara y sacarle alguna palabra de su boca cerrada. Hacerla volver de su mundo oscuro del exilio.

Su mirada cobraba un poco de brillo, al llegar las cuatro de la tarde, hora en la tenía permiso para asomarse al balcón de rejas, que daba a la plaza. Durante ese tiempo parecía que la vida volvía débilmente a convertirle en una mujer. Una sola  hora al día para asomarse al balcón  enrejado desde donde veía la vida fluir lejos de ella.  

A pesar de los cuidados, la vida de La princesa de Éboli se apagó. Acompañé a mi madre hasta su último aliento, murió apretando débilmente mis manos y fuertemente mi corazón. 

Traté de aliviar la pena en los preparativos de mi enlace.  A los pocos días de la fecha fijada Iñigo López de Mendoza, mi prometido, sufrió una grave caída de su caballo, muriendo en el mismo momento.

Ya no supe cómo seguir  con dos muertes y ningún consuelo. Busqué un refugio antiguo de familia, el Monasterio de San José de Pastrana, el mismo en que mi madre se encerró muchos años antes, cuando mi padre murió. En ese convento  profesé   y terminé mis días encerrada en el Carmelo por mi propia voluntad y sin más elección.

 

Pd. Cualquier parecido con la historia real tal, vez sea pura coincidencia…