Lo que la muerte nos quita, el otoño nos lo da... por Antonio Cabrero Díaz

08.11.2013 00:00

 

Hola amiguitas y amiguitos de PB AGUJÚO, después de un fin de semana marcado por la celebración del día de los Santos, aquí estamos otra vez para hablarles de las estúpidas costumbres del ser humano, y de lo bonito que es el otoño con sus diferentes colores.

Antes debo comentar la estampida que hubo en el parlamento por parte de los representantes del pueblo, una vez finalizaron estos la última votación de su extensa y dura jornada laboral, el jueves por la tarde inicio del puente del uno de noviembre.

Hacia tiempo que no veía a gente con tanta prisa, ni siquiera en la salida de una carrera de ochocientos metros lisos para coger la calle buena, o en el intercambiador de Príncipe Pío en hora punta peleando un buen sitio en un vagón del metro.

La anécdota no tiene importancia, más allá de codazos, empujones, y arrastre de maletas, sino fuera porque sus señorías trasmiten la sensación de que les importa más disfrutar de los privilegios que les otorga su elevada posición que de resolver los problemas del ciudadano.

Me quedo con la satisfacción de que este hecho haya dejado claro que en realidad todo ellos (izquierda, derecha, centro, adelante, atrás, un, dos, tres) son compañeros de profesión, y por lo tanto tienen intereses comunes, y que cuando les conviene se ponen todos de acuerdo, como por ejemplo para disfrutar de un merecido y extenso puente.

Sin más, soñando que el miedo deje paso a la esperanza, y esperando que les guste, y que les disguste, les dejo con:

 

LO QUE LA MUERTE NOS QUITA, EL OTOÑO NOS LO DA

 

Si hay una fiesta que me parece absurdo celebrar, en todas sus versiones, es la de los difuntos, y más aún cuando no encontramos ni siquiera un día para celebrar la de los vivos.

Los seres vivos, en particular nuestra especie, nos pasamos la vida agobiados y amargados por la exigencia de tener cosas y de alcanzar metas que se suponen nos llevan a lograr la felicidad. Vivimos a toda pastilla sin dejar espacio a ratos muertos, a paréntesis silenciosos, en los cuales nos conozcamos mejor y disfrutemos de nuestro verdadero yo.

Este discurrir vital frenético provoca que no nos demos cuenta de la inmensa fortuna que tenemos de estar vivos, y de llevar una vida más o menos plena de satisfacción y alegrías. Esta continua prisa por hacer muchas cosas (la mayoría para hacer más ricos a los que más tienen) nos deja desnudos ante la realidad de nuestra auténtica naturaleza.

Un hecho tan natural como la muerte nos desarma, nos destroza, y nos deja sumidos en una balsa que navega a la deriva entre la melancolía, el miedo y la frustración, dejando claro que no estamos preparados para enfrentarnos a ella.

Nuestro mundo perfecto nos aleja de la enfermedad, de lo que no es bello, y de lo que estéticamente no es correcto. Nos hacen creer que somos casi inmortales, seres duraderos y resistentes que mucho más tarde que temprano dejará de existir, eso si, de una forma dulce y placentera.

Esta creencia y anhelo de inmortalidad que nos nubla la mente nos hace afrontar la muerte y recordar a todos los seres queridos que nos dejaron de una manera absurda y ridícula.

Me parece inexplicable que un ser vivo cuando fallece sea enterrado dentro de un hoyo previamente excavado, que lo tapen echando tierra, y que encima del mismo pongan una piedra con sus datos personales, resaltando las fechas de nacimiento y defunción. Pero aún más ridículo que todo esto es el hecho de que un día concreto, de un mes determinado, se acuda a poner flores junto a una losa para demostrar que el recuerdo del desparecido lo tenemos muy presente.

Los cementerios no deberían existir, ocupan espacio y entristecen a la gente. El recuerdo debería ser permanente en nuestra mente y nuestros corazones, y no en una piedra porque nos obligue una fecha concreta, o porque así lo determina una doctrina manipuladora cualquiera.

Yo no olvido a todo aquel que ha sido importante en mi vida y ya no esta, eso sí, el día que mi corazón lo cree conveniente. Mi cerebro se encarga de hacer el resto no admitiendo costumbres arcaicas y antinaturales, y evitando que inutilicen parte de él con misticismos y supersticiones.

Cuando aceptemos que nos vamos a morir y a desaparecer para siempre tendremos mucho terreno ganado. Se acabarán los rezos e ilusiones vanas y los rituales horrorosos para dejar paso a la alegría de vivir y al disfrute de las pequeñas cosas que componen nuestra vida, y que son las que realmente conocemos.

Soy consciente de lo que estoy escribiendo, y de que hoy estoy aquí, detrás de este folio, y mañana es posible que ya no esté, pero hasta entonces continuaré disfrutando con las cosas que me gustan.

Por esta razón llevo gozando todo el mes de octubre y lo que me queda hasta diciembre de algo que me parece maravilloso y enigmático, el otoño y sus colores. Esos colores que nos hacen sentir bien, tan bien que elegimos uno, nos lo quedamos, y lo defendemos para siempre.

 

Mi color no me deja hacer cola atascando avenidas y plazas que oscurecen sentimientos y que conducen a miles de seres sin color a lúgubres cementerios.

El verde me obliga a quedarme en el parque, mientras el rojo me aleja de los convencionalismos sociales, y provoca que prefiera ser un indio a un importante abogado, protegido por los árboles y el anonimato del que se siente un nadie.

El sol de Madrid cubre mi cabeza como si de un enorme sombrero se tratara y su ocaso produce el estallido de miles de colores. Las nubes deshilachadas lo envuelven con sus tentáculos, suaves como un algodón de color rosa, y tan apetitosos que harían resucitar a un muerto.

El marrón me abre el camino para iniciar la carrera y entrar en el bosque. Los sentimientos invaden mis venas con el recuerdo del ausente, se introducen y explotan dentro de ellas, revolucionando mi aparato locomotor.

El amarillo y el naranja caen como copos de nieve a modo de hojas de roble y de castaño, que me reciben con las ramas abiertas. El verde aceituna pide paso y me descubre encinas generosas que dan de comer a animales imaginarios de color sepia.

De nuevo el marrón me despide, me dirige y hace que clave mis ojos en los pinos, que me tienden una alfombra de crujientes y finos agujúos por donde vuelan mis sueños, que despiertan a las piñas roídas por los dientes de color mate de las ardillas.

Soy invisible y no estoy muerto. No se me ve y estoy vivo. Mis huellas son señaladas por el color negro entre la vegetación multicolor, al cual lío con el color rojo y alcanzo la inmortalidad del pensamiento justo, lugar metafísico en donde quisiera permanecer toda la eternidad.

Me atrapa el otoño y me impide regresar. No hay fosas ni losas, ni llantos ni lamentos. No se escuchan oraciones y sí risas que son de color morado, cuyo sonido pinta un cielo de color azul donde se difumina una figura que no es la mía. Es el color blanco, la nada que encierra el todo, es el color de la esperanza, es LA LIBERTAD.