Marcado para toda la vida... por Antonio Cabrero Díaz

30.05.2014 18:25

Hola amiguitos y amiguitas de PB Agujúo aquí estamos otra vez.

Una vez pasado el infierno de unas nuevas elecciones (las cuales, participasen o no, nada van a cambiar), y haber dejado atrás la final de la copa de Europa de fútbol, volvemos a la rutina habitual.

El mundo sigue cubierto por el manto de la oscuridad, y los que tienen la mayor parte de los recursos de planeta (el 1% de la población) continúan con su actitud insolidaria de quererlo todo para ellos y no dejar nada para el resto.

En España continua primando el robo y la desfachatez por encima de todo, apoyada por una mayoría de la población que sigue el ejemplo de los políticos que les representan.

Los acuerdos entre gobiernos para que sus empresas tengan los máximos beneficios conllevan que muchas personas sufran sus consecuencias. Los llamados daños colaterales provocan muerte y olvido entre los sectores más pobres de la sociedad.

En Israel matan a la gente palestina por la espalda por ir andando por las calles, en Siria no sabemos ni lo que esta pasando, en Nigeria nos cuentan una verdad que no es verdadera, y en Estados Unidos, el país del progreso por excelencia, la desigualdad cada vez es mayor entre los diferentes estratos sociales, siendo la clase media la más perjudicada.

Ante este panorama no debemos dejar que nos invada la tristeza, tenemos que luchar y ver el lado bueno de las cosas, que evidentemente las hay.

A continuación lo que van a leer, como diría Barricada, es una canción de amor, o lo que es lo mismo, la cruda realidad a través de la ficción.

Sin más, esperando que el miedo deje paso a la esperanza, y que les guste, o les disguste, lo escrito, les dejo con:

 

 

MARCADO PARA TODA LA VIDA

 

 

Sentado en un parque junto a un compañero del centro de acogida no podía olvidar las palabras que le había dicho su antiguo profesor. Le estaban provocando la misma reacción que el picotazo de un mosquito.

El que estaba con él le comentaba lo chungo que parecía este, con el pelo rapado y esa cara de mala hostia que le habían provocado que le entrasen ganas de salir corriendo.

Nuestro adolescente le daba vueltas a lo de que qué iba hacer con su vida, que si quería parecerse a su padre, o que iba a acabar mal. Pero lo que más le enfadó fue lo del final, cuando le dijo que era muy temprano por la mañana como para agarrarle del cuello, que los agentes tutores se encargarían de él, y que por supuesto pasara de su cara, y que había terminado con su confianza.

Qué sabría ese de la vida, seguro que no lo había tenido tan difícil como lo tenía él. El colegio no le servía para nada, no quería ir. Lo veía como una pérdida de tiempo. Le trataban como un estorbo, un caso sin solución, un número que venía bien para mantener líneas y el cupo de alumnos.

Siempre había vivido con su madre y su hermano. A su padre apenas le veía. Desde pequeño las leyes le obligaron a alejarse de su madre y de ellos. Era un alivio no presenciar las movidas, los gritos, los golpes, las amenazas y el miedo que cubría las paredes de toda la casa.

El desgobierno había marcado su vida. Un descontrol al que contribuía el continuo cambio de vivienda, de colegio, de amigos, y de barrio. Un desastre que le había llevado a su situación actual, la madre por un lado, y él y su hermano por otro.

Tenía dificultades para aprender, estaba muy por debajo de la media que era normal, pero también estaba muy por encima de los problemas que hacen que la vida de muchas personas sea un auténtico infierno.

No sabía lo que significaba eso de las normas y las reglas, por eso se le hacía muy difícil cumplirlas. De niño hacía más caso, pero a medida que iba creciendo su cuerpo y su carácter se hacía más indomables.

En el centro le trataban bien. Se preocupaban por su aseo, su salud, y sus estudios. Todo era mejor que la casa desordenada donde vivía, pero no era la suya. De hecho nunca había tenido un lugar en donde se sintiese como en casa.

El afecto no lo conocía y sí el desarraigo. No se fiaba de nadie, y hacía pocos amigos. Solía estar solo, y de vez en cuando se apoderaban de él reacciones violentas que no podía dominar.

Allí estaba, en el parque, escuchando cada vez más claro lo que le decía su amigo, olvidándose del encontronazo con su profesor, y asumiendo que eso era lo que le había tocado. Y ya que esa era la mierda de vida que tenía por lo menos iba hacer lo que le diera la gana. No entendía que sus actos se tuvieran que guiar por valores morales y sí por las posibles represalias.

Dos agentes aparecieron en escena, le cogieron y le llevaron al colegio en donde estaba matriculado. No puso resistencia, y como presunto delincuente que es atrapado, síntoma de un posible futuro, se levantó y fue caminando, sin temor aparente, a su obligado destino.

Esa mañana, después de escuchar la charla de la directora, se la pasó solo en un cuarto de estudio rayando una hoja en blanco con un boli azul. Los garabatos no eran capaces de dar forma a la nada del papel, pero transmitían la soledad que invade los cuerpo de muchas personas metidas en el pozo de la desgracia.

Aquel día hubo una persona que lo pasó mucho pero que el joven díscolo. Un individuo que iba contento al trabajo y se dio de bruces con la realidad. Con la injusticia de un mundo en donde el sitio en el que naces te condiciona para que vivas bien o mal.

Después de las dos primeras horas de clase todavía le seguía dando vueltas al asunto. Se desahogó con su compañero en el patio, al cual consideraba persona razonable y comprensiva, comentándole lo que había sucedido y como realmente a nadie le importaba lo que le pasara a ese chico.

El duro profesor, de aspecto recio y mirada penetrante, no estaba dolido porque no hubiera sido capaz de llevarse a su alumno al colegio. Tampoco estaba molesto porque ante su pose el otro no se hubiera asustado y hubiera cedido.

Lo que verdaderamente le había dejado tocado, lo que le había desarmado, es haber visto su futuro, y aún algo peor, no encontrar la manera, ni tener una estrategia, para poder ayudarle.

 

Una vez protegido por los brazos del bosque, animado por sus endorfinas, le subía por el cuerpo chispas que le daban calambres de ánimo, y le iba invadiendo poco a poco la convicción de que algo se le ocurriría para intentar cambiar la situación.

Ese sentimiento, ese optimismo, iba cubriendo su mente, y echando afuera la rabia que le provocaba el hecho de saber que hay personas que están marcadas para toda la vida, y que, salvo un milagro, les espera un destino muy alejado de la felicidad por el simple hecho de ser de buena o mala cuna.