Salvaje... por Antonio Cabrero Díaz

15.01.2016 23:59

Hola amiguitos y amiguitas de PB Agujúo.Aquí estamos otra vez, para bien o para mal. Todo  depende del punto de vista del receptor. Condiciona mucho el grado de empatía que causa el que nos lanza el mensaje, o sea, el emisor.

Hoy voy a escribir sobre lo cotidiano. Un tema que no es trascendental para la mayoría de nosotros, pero que se convierte en fundamental a la hora de la verdad para que nuestra vida sea más o menos satisfactoria.

Mi amigo Pedro anda por tierras de los persas. Lo que allí hace y lo que representa está totalmente alejado de lo que yo pienso y las ideas que defiendo, pero eso es secundario. Por encima de cualquier idea deben estar siempre las personas.

Por este motivo le enviaré este artículo para que se entretenga mientras  mata los tiempos muertos, y  le sirva de apoyo para superar la distancia. Recuerda “español” que, como decía La Antonia, tienes que tener cuidado y si lo ves mal escapar el primero.

Sin más, esperando que les guste y les disguste, les dejo con:

 

SALVAJE

 

Últimamente recibo este adjetivo calificativo con mucha frecuencia. Diferentes personas con las que trato, ante mi manera de proceder, consideran que estoy más cerca de la Selva Amazónica que de la civilización más avanzada.

Es cierto que de pequeño, debido al afán de estar todo el día jugando, uno estaba hecho un Adán. La camiseta sucia, los pelos alborotados, los pantalones rotos, las rodillas peladas y algún que otro moratón, provocaban que mi madre me tildara de “húngaro”, que era mucho peor que ser un bárbaro.

En estos momentos no es que tenga los pantalones rotos, es que directamente no tengo pantalones. Me queda uno y esta para que lo pesen y lo reciclen. Las camisetas suelen ser con mensajes, y la corbata es un elemento que nunca ha estado de acuerdo con mi atuendo habitual, chándal y “playeras”.

Se podría pensar que soy un salvaje por ir en taparrabos, con un arco y unas flechas, pero no es así. El motivo por el cual me califican así es por mi manera de actuar ante los convencionalismos sociales, y de decir las cosas cuando entablo una conversación.

En mi lugar de trabajo no suelo ir a eventos que no me gustan. Tampoco quedo para hacer grupo, y me trae al fresco ser protagonista o caer bien. Pero lo peor que tengo es que digo lo que pienso, sin ambages, al que me veo obligado, o no, a hablar.

Cuando estoy disfrutando de mi vida social, esté con quien esté, también hago lo mismo. Es normal que gente que no me conoce se escandalice o asuste ante alguna opinión social o política que salga de mi boca.

Con desconocidos también tengo encontronazos. Si veo que alguien tira un papel al suelo le indico que hay papeleras donde depositarlo. Si me topo con un dueño guarro que no recoge la mierda de su perro le hago saber que tiene que hacerlo. Y si estoy en algún local de rock and roll y hay un paliza que me molesta le mando a tomar por culo.

Todos estos usos y costumbres son mal vistos. El hecho de hablar claro, ser sincero, decir las verdades (las tuyas) a los que no se comportan bien, y defender la justicia social, son actitudes que provocan que la mayoría te considere un salvaje.

En el último funeral al que fui, el de mi tía María, gran persona por cierto, hice lo que creí más correcto y natural. No estuve más de media hora en el velatorio porque parecía un bar de copas. No entré en la iglesia a la misa. No fui al cementerio. Y, como no podía ser de otra manera, no di el pésame a mis primos.

Antes de todo esto, fui  a ver a mi tía a la residencia, hablé con mis primos para darles mi apoyo, y les hice pasar un rato lo más agradable posible, con el único objetivo de hacerles olvidar, durante un instante, el sufrimiento de ver el ocaso de un ser querido.

Este ejemplo resume lo que soy, un auténtico salvaje, una persona que intenta vivir su vida y no meterse en la de los demás, y que lucha para que todos tengamos una vida mejor, incluso por aquellos que lo único que les preocupa es salir bien en la foto.