Thereza... por M. Yolanda Tejero
20.01.2016 13:47
Me acabo de arreglar, llevo el vestido naranja, el del tejido brillante, como de seda salvaje. Los zapatos son de la misma tela. Salgo a dar mi paseo diario. Tengo los pies helados, intentaré caminar lo más aprisa que pueda, para que entren en calor. El jardín está tan descuidado… casi salvaje. No hace mucho tiempo era uno de los más admirados de la ciudad pero ahora nadie lo reconocería. Malas hierbas, setos deformados, árboles sin podar ya no queda ningún rosal.
Lástima que todos hayan perdido el interés por esta inmensa mansión. Por las goteras escapan sus lágrimas. En las paredes desconchadas se delatan sus arrugas, la cocina pierde sus azulejos y los libros desaparecen de la Biblioteca, del mismo modo que los viejos olvidan sus recuerdos. La casa se está despidiendo de sus tiempos de esplendor. Envejece y muere como sus habitantes y a nadie le importa.
Voy a regresar. Este tejido hace mucho ruido cuando camino. Se avecina una gran tormenta. El cielo se ha vuelto negro y no hay tiempo que perder. Muy pronto lloverá torrencialmente. El clima sigue fiel a sus costumbres, es lo único que permanece inalterable.
Los niños ya vuelven del colegio. Sus juegos, sus voces, sus riñas, el ruido de sus pasos, logran mantener la vida en esta vieja casa.
La merienda ya está preparada en la cocina. Denise siempre está pendiente de ellos. Cuida de los pequeños y los mayores, como si la vida le fuera en ello. Todo está siempre a punto; la ropa, la comida, la limpieza. Tendrá que marcharse pronto, o la lluvia anegará el camino de vuelta a la humilde chabola.
Cuando terminen de merendar, la niña mayor llevará a los otros a la Biblioteca para hacer los deberes. Se ocupará de ellos, hasta que sus padres regresen del trabajo. Hoy con la tormenta será difícil controlarlos. Yo no podré escribir como pensaba. Me gusta oírlos, y me distraigo con sus ocurrencias.
Llueve con desesperación. Los cristales se han empañado, ya no puedo ver el jardín. El relámpago parece que ha caído en la zona del huerto. El primer trueno ha sido ensordecedor.
Los críos, siguiendo las órdenes de la niña mayor, se han sentado en el suelo. Es muy marimandona, y un poco malévola. Les está diciendo que las cuerdas de la ropa son de alambre y atraerán los rayos. Este último relámpago ha caído muy cerca del tendedero. Les ordena sentarse en el suelo haciendo un círculo, con las manos cogidas, para evitar que el rayo les caiga encima. Los pequeños están muertos de miedo. La luz se ha ido. La casa se ha quedado a oscuras. Ella busca unas cerillas para encender las velas.
Siento lástima de los pequeños, están llorando y la mayor sigue atizándoles el miedo. Ahora les dice que tendrán que bajar al sótano. En algún sitio ha oído que allí los rayos no les alcanzaran. Ella y uno de los mayores van delante con una vela. Los dos pequeños agarraditos de la mano van detrás.
Acaban de entrar en el sótano, la oscuridad es casi total. Las velas dibujan sus sombras. Ahora la mayor también siente miedo. La casa está en una pequeña colina, el terreno es desigual, por eso según avanzan el techo va encogiendo. Se deben agachar para poder seguir. La “Marimandona” ordena a los dos pequeños que vayan primero para que puedan llegar hasta el final del sótano.
Hay vigas de madera que parecen delimitar habitaciones. Tropiezan con muchos objetos: cajas viejas, sombrereras, lámparas, máscaras de carnaval, muebles decrépitos... Hay libros por todos los rincones. Amontonados encima de la mesa quedan unos pocos ejemplares de mi primer poemario. La niña grande coge uno de ellos. Lee mi nombre debajo del título “Mascara de Sol”. Intenta buscar nuestro parentesco. Los apellidos “Limongi- França”, coinciden y el nombre “Thereza” lo ha oído muchas veces en las conversaciones de los mayores.
Están aproximándose a mi habitación. Me quedo quieta para que la seda de mi vestido no cruja. Mis pies están aun más fríos que antes.
Los niños entran. Miran hacia mi cama, está perfectamente hecha, esto les desconcierta. No es como lo que han visto hasta ahora. Descubren mi escritorio y por debajo asomando mis zapatos de seda naranja. Las puntillas amarilleadas por el tiempo, dejan ver unos delgadísimos tobillos negros. Estoy agotada. Ahora ya no puedo, ni quiero esconderme.
Mi cabeza reposa encima de la mesa, mis cabellos están blancos y demasiado largos. El sombrero se ha caído y no tapa ya mi calavera. Veo con dolor el espanto en los ojos de los niños.
Cien años muriendo como viven otros, es mucho tiempo. El cansancio ha vencido.
Ahora sólo me pregunto: ¿Quién leerá los versos que escribe una muerta?
M. Yolanda Tejero M.
Este cuento de la Bella Durmiente/*Que vestida de muerta, siente la vida /*Destapar lentamente sus recuerdos* Rios Nocturnos- Maria Thereza Limongi-França//