Ya no me gustan los cheetos... por Antonio Cabrero Díaz

22.09.2014 00:00

Hola amiguitos y amiguitas de PB


Agujúo, aquí estamos otra vez. El poco tiempo que últimamente me han dejado mi asuntos personales no ha dado para más que lo que a continuación van a leer. Esperando que les guste y les disguste, y  que les haga olvidar el esperpento de matar un animal, previa tortura, y arrastrarlo con una cuerda como si se estuviese en la Edad Media, les dejo con:


YA NO ME GUSTAN LOS CHEETOS


Hay pasillos perfectamente ordenados. Podría estar hablando de un hospital, pero es un supermercado. Todo está colocado con toda la intención. Me deslizo a través de ellos como si estuviera surcando una ola. En vez de una tabla llevo una cesta de un bonito color con agujeros exactos. Voy comprando lo que  necesito, y lo que no necesito también. Tengo un papel. He hecho una lista, pero mi cerebro no se limita a coger de los estantes lo que marcan las sensatas palabras que hay en ella. Un impulso irrefrenable me lanza hacia objetos cuyos destellos me deslumbran. Las verduras me sonríen con unos dientes verdes. Las fruta está perfectamente alineada, y lustrosamente expuesta, formando figuras de una belleza arquitectónica. Las hortalizas me cortan el paso, y me obligan a que las meta, por kilos, en la cesta. Apenas doy un par de pasos y el olor del pan industrial recién hecho me detiene. También hay bollos parecidos a los que elaboraban nuestras abuelas.
Todo es muy sano, según pone en las etiquetas que están pegadas en los plásticos que las envuelven, y que más tarde acabarán inundando nuestros
océanos y matando multitud de especies. Los incisivos se me afilan. Me miro en un espejo y puedo apreciar que me han crecido como si fuera un lobo hambriento en el bosque y llevara días sin probar bocado. Frente a la sección de cárnicos no soy capaz de decidirme. Tengo un nombre específico de jamón y mis ojos no pueden descifrar cual es entre tantos de marcas diferentes. Me decido por el de la última estantería. Ese no porque tiene sal. Bajo a la segunda. Ese tampoco porque tiene poca grasa. Me voy a la primera. Ese tampoco porque aumenta el colesterol. La duda me crea cierta ansiedad y cojo el de siempre, confirmando que el ser urbano no es partidario de grandes cambios y sí de continuar con la rutina. Mi ruta por el paraíso del progreso sigue. El mundo de la alimentación me ofrece el blanco como referente. Los lácteos son básicos para los huesos. Tienen muchas vitaminas aunque su composición sea agua en casi su totalidad sin ningún atisbo de naturalidad. La grasa me molesta, y es por este motivo absurdo que triunfa todo lo desnatado. Todo sea por la salud, o porque se aumenten los beneficios de la industria que juega con la nuestra. Se cierne el peligro sobre mí y no me doy cuenta. Giro mi cabeza y estoy al lado de los productos congelados. Afortunadamente estoy en la puerta de las verduras. Los fritos están dos más allá. Sé que no debo acercarme a ellos. Nuestro organismo prefiere los pesticidas y los nitratos a los rebozados. Sabia elección que a la larga será muy beneficiosa a la par que triste para mí. Un jardín de botes de limpieza para la casa y de higiene personal me hacen sentir como si estuviera sentado en un banco de un jardín botánico. Con esos olores y esos sabores es obligatorio comprar un par de ellos e incluso un lote entero. Para el final dejo los aperitivos, que son atrapa sueños que centran tu atención y te
proporcionan unos instantes de felicidad por causa de sustancias que no vienen en la lista de ingredientes. Unas patatas fritas, unas tiras de maíz, y unos
gusanitos que hace tiempo que no comía, y que de joven devoraba sin compasión. Paso por caja y tengo suerte, todavía hay una persona que me cobra lo que he comprado. Cojo las bolsas que previamente he llevado, por motivos ecológicos dicen, y me encamino hacia mi casa muy contento por la efectividad y el acierto de mi compra. Abro la puerta con inquietud. Coloco todas las cosas en su sitio correspondiente. Miro el naranja de la bolsa en concreto y me mente se nubla.
Lo dejo todo, como si no hubiera un mañana, y me dispongo a dar buena cuenta de mis amigos curvilíneos. Mi felicidad va en aumento. Antes de llevarme el primer gusanito a la boca me topo con un regalo a modo de calcomanía. Buen presente para un alumnos aplicado. Lo guardo en el bolsillo del chándal y me introduzco el primero. No me ha sabido a nada, solo a sal. Sigo introduciéndome uno detrás de otro y no obtengo ninguna satisfacción, y sí una sequía que produce que beba agua sin parar. Aparto la bolsa, me agarro la cara con las manos, y puedo comprobar que ya no me gustan los cheetos, y que nunca me han gustado. Es en ese instante cuando sé que puedo afrontar los problemas de la vida sin refugiarme en ningún placedo que el miedo me ofrezca. Soy feliz.